La discusión tiene más de cinco décadas, pero esta semana ha conquistado una posición de privilegio en la agenda internacional. Es el efecto colateral y planetario de la crisis de la central de Fukushima Daiichi, de cuyo destino parece depender no sólo el bienestar inmediato de la población japonesa sino también el futuro de la generación de energía por medio de reactores nucleares.
El interrogante ha explotado en las manos de los líderes políticos de los países más comprometidos con la opción nuclear, como Francia, Alemania, Reino Unido, China, Estados Unidos y España. Esta semana, la desesperante carrera por controlar la situación en Fukushima incidió sobre la decisión de la canciller Ángela Merkel de paralizar temporalmente siete de las 17 plantas alemanas construidas antes de 1980. En el otro extremo, los jefes de Estado francés y estadounidense refrendaron sus políticas energéticas pronucleares. En el medio de ambas posiciones, el Gobierno chino optó por suspender los estudios de nuevas plantas hasta concluir la revisión a fondo de los protocolos legales.
En España, la delicada coyuntura nuclear japonesa ha fortalecido el discurso de los grupos antinucleares que exigen al presidente José Luis Rodríguez Zapatero que cumpla con el compromiso electoral de desmantelar la controvertida central Garoña, inaugurada en 1970. En el corto plazo y mientras maduran las decisiones de fondo, los expertos han aconsejado aplicar la lección de seguridad de Fukushima en las plantas activas, tal y como hará la Unión Europea respecto de las centrales de sus 27 países miembro.
El caos de Fukushima Daiichi coincide con un contexto favorable a la energía nuclear en Latinoamérica. Argentina, que tiene dos centrales -Atucha y Embalse-, está construyendo una tercera, Atucha II, mientras que, allende los Andes, el presidente Sebastián Piñera impulsa un convenio con EE.UU. que permitirá incorporar la opción nuclear a la matriz energética de Chile (la oposición calificó la iniciativa de incompatible con el alto riesgo sísmico del territorio). El Gobierno de Hugo Chávez, en cambio, anunció este miércoles que Venezuela abandona el plan de construir su primera central.
Punto de inflexión
La energía nuclear tuvo su período de apogeo durante el cuarto de siglo posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando, por ejemplo, Estados Unidos llegó a declarar que, para el año 2000, habría 1.000 plantas en el país. Pero de aquel ambicioso programa sólo fue ejecutado el 10%: en 2009, un estudio del Instituto Tecnológico de Massachusetts concluyó que esta energía, que en su momento se pensó como la posibilidad de producir electricidad en cantidades ilimitadas sin generar gases de efecto invernadero, había entrado en una fase de declive mundial.
Según Al Gore, ambientalista y ex vicepresidente estadounidense, la opción nuclear cayó en desgracia a partir de la combinación de los accidentes en las centrales de Three Mile Island (1979) y Chernobyl (1986) con la larga disputa -no resuelta- sobre qué hacer con los residuos radiactivos y su potencial de peligrosidad ecológica de carácter perpetuo. Además, el sector no ha logrado reducir los costos operativos (todo lo contrario, estos han ido en permanente aumento) ni estabilizar la regulación y las exigencias de seguridad.
Entre 1970 y 1990, la inversión en la construcción de una central pasó de los U$S 400 millones ($ 1.614 millones) a los U$S 4.000 millones ($ 16.140 millones) y se duplicó el plazo promedio de ejecución del proyecto. En ese período, las energías renovables (eólica, solar, geotérmica y los biocombustibles) ganaron protagonismo en desmedro de la industria nuclear, que fue quedándose sin incentivos -necesarios para desarrollar mejores tecnologías- con el agravante de que, durante la Guerra Fría, el reactor comenzó a ser usado como una pantalla políticamente correcta para la proliferación de armas nucleares. La conexión entre los intereses energéticos y militares ha aumentado las tensiones diplomáticas entre las potencias occidentales y ciertos países subdesarrollados no democráticos o con instituciones opacas como Irán, Corea del Norte y Paquistán.
Aunque técnicos de todo el mundo aseveran que ni la más sofisticada obra de ingeniería está preparada para resistir un terremoto de 9 grados en la escala de Richter y un furioso tsunami, el accidente de Fukushima ha ensombrecido el panorama de la energía nuclear. Desprendida de su habitual cautela, la canciller Merkel calificó a este evento de "punto de inflexión" de una política energética globalmente acuciada por el incremento sostenido de la población y de los niveles de consumo.